Su consumo se ve arropado del calor popular y sociabilidad, acompañados con sidra, fundamentalmente. También pueden degustarse de manera más sofisticada, como cremas, patés o como base de suculentas salsas o sopas en algún restaurante de cierto postín ideado para gourmets más exigentes en la formas.
Antes de comer, sin embargo, se precisa de la labor propia del marisqueo, actividad humana que siempre antecede a la gastronomía. Algunas de las capturas, como la del percebe, merecerían capítulo a parte, pues el riesgo y la escasez conceden a este plato, o tapa, más mérito gastronómico si cabe. En este caso se trata de una labor que técnicamente cuenta con las mismas armas que en tiempos pasados, sobre todo para los llamados «perceberos de a pie», que, a diferencia de los que se aproximan a la costa en lancha, tienen que andar en equilibrio por la costa alta y bajar a los pies de la misma siguiendo las huellas naturales que el mar y el viento han abierto en la roca. Sin la menor sensación de vértigo, esperan la bajamar y se deslizan por las cuerdas hasta el llancar, la zona donde bate el mar, un espacio que puede alcanzar los tres metros de longitud y donde abundan la flora marina y las piñas de percebes.
Donde no forma playas ni acantilados insalvables, la costa abrupta y empedrada de la región domina por doquier. Son auténticos museos naturales. El ciclo alimenticio de los pedreros o pedrales es como una rueda que da vueltas y el hombre está al final de la cadena. Llámpares, bígaros, arcinos (oricios), percebes, quisquillas, cámbaros, andariques, sepias, barbadas, congrios, xulies, cabras, lubinas y, ya un poco más lejos de la costa, langostas y centollos.
Las llámparas
Un ejemplo de adaptación al medio es el de las llámparas. A pesar de su pétrea inmovilidad -pues siempre se deja ver agarrada con vigor a las rocas-, engaña. Este molusco se mueve aunque resulte difícil de ver. Es un abuelo de los caracoles, se desplaza de una forma parecida a éstos; lo único que ocurre es que, en su pertinaz intento por ser fiel a su estilo, sigue respirando por branquias y aún no ha emergido a la superficie. Su concha es plana y rudimentaria y por ello resulta más ancestral, casi una leyenda. La sensación de «amenaza» apenas la conoce. Pero claro, la confianza siempre ha sido el primer enemigo de los organismos vivos, y aparece un hombre -preferentemente con licencia para este tipo de pesca- y la llámpara, confundida e impotente ante el cuerpo a cuerpo, contempla como su roca del alma queda en la distancia para siempre. La sociología de cualquier hábitat también se extiende a las populares llamparadas. Numerosas localidades costeras rinden todos los años su particular tributo gastronómico a uno de los moluscos más sabrosos y abundantes de su costa. Kilogramos y kilogramos de «llámpares» se cocinan con esmero, tal y como manda la tradición y como recoge la oralidad de los más viejos del lugar. Dicen que este plato servía para reforzar la dieta en los tiempos difíciles, la posguerra que algunos conocieron. Y eso que no tenemos cronistas para explicar en toda su dimensión «sígnica» los concheros que dejó el paleolítico por estas tierras. Todo parece indicar, en cualquier caso, que la llámpara está muy buena. Sobre todo sabe a mar y roca.
La receta «a la sidra», más contemporánea y propia de Huerres (Colunga), es un matiz de los nuevos tiempos que hace las delicias de los fieles comensales. Hay que descascarlas al vapor, no cocerlas, pues se ponen duras; la salsa se va preparando aparte con cuantos productos de la huerta han cedido los vecinos. Ha de mezclarse uniformemente la sustancia de cebollas, tomates, pimientos, chorizo, jamón, pimentón… se le hecha sidra al gusto y se revuelve después junto a les llámpares y agua de mar. El resultado portentoso, a tenor del éxito sobre la mesa. Se acaba la chicha y todo el mundo «moja pan» en sus cazuelas exprimiendo los últimos coletazos de un gusto con denominación de origen.
Las andaricas o nécoras
Otra reina de la costa próxima es la andarica, o nécora, que suele presentarse en amplias fuentes y de forma íntegra, cocidas simplemente para echarle el diente rápidamente en un proceso de selección que supone apartar la cáscara de caparazón y patas, ingiriendo la pulpa y chupando su jugos internos, adecuadamente salados. Las andaricas también se prestan a aderezar platos más complejos, siempre marinos. De esta forma se las puede llegar a cocer unos quince minutos con media cebolla, un diente de ajo y perejil. En otra cacerola se cuece, a fuego lento y durante una hora, el pescado que se haya elegido -pixín (rape) o merluza-, a poder ser con una cabeza para que tenga más sabor, con media cebolla, un ajo, tomate y zanahoria y una rama de perejil. Tras haber cocidose se desmenuza pacientemente la carne de la nécora y luego se tritura su caparazón lo más posible. El jugo que sueltan se le añade al caldo del pescado. Una vez colado todo se le añade la carne de les andariques, media copa de brandy y media copa de sidra o vino blanco, se rectifica de sal, se echa un poco de pimienta y se deja hervir otra hora. El toque final consiste en añadir las yemas batidas en un recipiente con unas cucharadas de caldo.
Los erizos de mar u oricios
La ruta de los erizos de mar u «oricios» comienza en cualquier enclave de la costa baja asturiana en temporada de invierno. Muchos les echan mano in situ y se los comen vorazmente, si bien los oricios pronto alcanzaron renombre como producto delicatessen y abundan ahora sus elaborados, como las huevas o caviar que se venden en lata. El pastel de oricios es otra de sus manifestaciones más chic, y la merluza en salsa de oricios no tiene parangón, sobre todo si se acompaña con parientes cercanos como los langostinos y las almejas. El oricio es muy bueno para una dieta equilibrada, tiene yodo, sales marinas, etc, pero hay que tener cuidado pues en estado salvaje pincha.
Así es el marisco de Asturias, sencillo, a veces tímido, para consumir antes de la fecha de hoy en una mesa rústica sin demasiadas pretensiones de protocolo, otras veces sin iguales pretensiones pero presentado sin complejos en amplias fuentes o calderos para toda una comunidad que celebra ritos contemporáneos deudores de ritos primigenios. En otras ocasiones tratado con delicado afecto, de forma escueta y casi minúscula, para acompañar, esta vez sí, una comida protocolaria, incluso para innovaciones snobs más propias del catering.
Antes de consumirlo se recomienda que, preferentemente, el consumidor de turno se dé un paseo por la costa asturiana para apreciar la primera salsa de todas, el auténtico estado natural de la olla más grande imaginable donde entran en ebullición todos los sentidos y no sólo el del gusto.
Texto: © Ramón Molleda para asturias.com