Su sabor distintivo es una conjunción de al menos tres factores: la leche exclusiva de vaca casina, raza autóctona dedicada fundamentalmente a la producción de carne, con un rendimiento muy limitado en la producción láctea, pero que al pastar en lugares muy ricos y exclusivos genera una leche de alto contenido graso. El segundo de los factores es el cuajo empleado, a partir de estómago desecado de cerdo, que le concede un sabor único al queso. Y el tercero, el proceso estrictamente artesanal que se sigue a lo largo de la elaboración y el tiempo de curado.
El origen del queso Casín en realidad se desconoce, pero está claro que es muy antiguo. Cuenta la leyenda que después de la batalla de Covadonga, los casinos regalaron a Don Pelayo un queso tan grande que para poder transportarlo se tuvo que usar un carro del país. Hasta el siglo XVII el queso, junto con la manteca, fue especie habitual de pago. También Jovellanos, en sus cartas a Ponz, da cuenta del «extraordinario éxito» del queso Casín en París.
Tan ancestral como su origen es su sabor. Sorprende para el profano degustar un queso tan intenso en todos los aspectos; graso como pocos (con un mínimo del 55 por ciento de materia grasa), indómito en su retrogusto, y muy nutritivo por su alto valor en proteínas y calcio. Su color es amarillento, con unas tonalidades blanquecinas, cremoso y sin corteza. Su aroma muy potente. Su textura es firme y compacta, un tanto grosera. El sabor es fuerte y algo picante, un poco salvaje, difícil de asimilar para determinados paladares, con el rústico aroma de la mantequilla muy curada, persistente y ligeramente amargo en el final de boca. Su peso más habitual es de unos 250 gramos y es acuñado con un sello que le imprime un relieve muy característico y le dota de más personalidad si cabe.
El queso Casín es un queso muy trabajado, un “queso de mujer” podría decirse, pues la laboriosidad, los cuidados y el mimo que exige su elaboración siempre han requerido de las manos femeninas. Son las mujeres casinas las que poseen los secretos, que aprendieron de sus madres y abuelas, y las que actualmente continúan con la elaboración.
El proceso comienza calentando la leche a unos 35 grados o a la temperatura de la sangre: cuando, echando una gota en el dorso de la mano, no se nota ni frío ni calor. Así lo explica la tradición oral. A continuación se le añade cuajo artesanal procedente de estómago desecado de cerdo. Una vez escurrido el cuajo, se deja secar envuelto en un paño, no más de quince días, después se pasa por la máquina de amasar y se forman los gorollos, porciones de forma troncocónica que hay que volver a rabilar (pasar por el rodillo), repitiéndose el proceso una y otra vez. El tiempo de reposo posterior es un factor fundamental que va a tener una gran influencia sobre la potencia de sabor y picante que se desee conseguir. Cuanto más tiempo, más fuerza va tomando el queso.
La siguiente operación es volver a amasar los “gorollos”, este proceso se puede repetir dos veces para hacer un queso suave, y hasta diez para el más picante y fuerte. Cuantas más se hagan más fino será el queso, mejor curará y el sabor será más pleno. Ello es debido a que los microorganismos que se depositan, de forma natural, sobre el queso, se incorporan a la masa en cada rabiladura.
Cuando se considera que se ha dado la última pasada a la masa, se moldea cuidadosamente a mano, dándole forma esférica y golpeándola luego contra la mesa para obtener piezas circulares y planas.
Finaliza la manipulación marcando el queso en la cara superior con un cuño. El signo identificativo de la casa. Tras una curación de dos o tres meses en un lugar fresco y ventilado, el queso está listo para ser consumido.
Coincidiendo con el último sábado de agosto se celebra en La Collada de Arnicio, divisoria de las cuencas del Nalón y del Sella, el Certamen Anual del queso Casín, donde acuden los artesanos elaboradores de este queso.
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Texto: © Ramón Molleda para asturias.com