Hay rutas que sólo por el nombre ya nos seducen antes de ponernos a caminar y que nos seducen aún más cuando echamos a andar. La Ruta del Silencio es una de ellas. Comienza en un pueblo apartado de todo y semi abandonado: San Cristóbal (a 800 metros de altitud), y transcurre después por algún otro como el de Mourelle y Brusquete, en los que ya hace tiempo que no vive nadie. La senda es bastante sencilla de seguir pero en ciertas zonas el terreno puede volverse torpe y resbaladizo, por lo que se requiere llevar buen calzado. Tampoco están de más los bastones.
La Ruta del Silencio es una senda homologada con el epígrafe PR-AS 209.
Una ruta mágica en los Oscos
Pasada la iglesia de San Cristóbal abandonamos la aldea por un camino descendente que ya nos ofrece vistas al valle, cubierto por un espeso manto de bosque autóctono. Nuestra ruta comienza en el sentido contrario a las agujas del reloj y transcurrido el primer kilómetro (al descender hasta los 500 metros de altitud), nos internamos en un espectacular bosque de castaños, robles y madroños, con presencia también de alisos, olmos, avellanos, abedules o acebos… Setas, brezo… El musgo y los líquenes cubren muros y corros (pequeños cercados de piedra con forma circular donde se almacenaban las castañas). También topamos algún truébano (antiguas colmenas en troncos vaciados). El camino siempre está húmedo por la frondosidad del bosque, y surgen pequeños cursos de agua por doquier, riegas y arroyos que se alimentan unos a otros fluyendo en caprichosas formas por este terreno abrupto.
Bosque autóctono y pueblos abandonados
Por un puente de piedra cruzamos el río Bobia. Durante un tramo seguimos su curso, al lado siempre de sus enérgicos saltos de agua. El camino avanza en sentido ascendente por el interior del bosque. En un momento dado el río se encajona de forma llamativa y forma un pequeño cañón. Al rato llegamos a la aldea abandonada de Mourelle (hemos remontado hasta los 600 metros de altitud). Sus últimos habitantes vivieron a la antigua usanza, sin carreteras y sin comodidades, con un molino de agua y una mina de hierro como referentes económicos. Proseguimos en subida por una pista pedregosa con buenas vistas al cañón modelado por el río Bobia. Se trata de la Braña de Balongo, un estupendo mirador natural y un lugar idóneo para reponer fuerzas entre las ruinas de antiguas cabañas.
Cascadas de Celón y Picón
Proseguimos el camino y una vez pasada la aldea abandonada del Brusquete que cuelga de la ladera (ya hemos recorrido 8 kilómetros en este punto), nos adentramos de nuevo en un gran túnel natural formado por las copas de los arboles (robles). La senda se torna descendente y (con frecuencia) resbaladiza. Nos topamos aquí con la desviación a la cascada de Celón. Está señalizada y son sólo 200 metros. Aunque el camino por un sendero intrincado y en ascenso no es del todo fácil (especialmente cuando está mojado), merece la pena desviarse. La cascada, de 50 metros de altura, es todo un espectáculo.
Continuamos descendiendo con precaución por el bosque. Tras cruzar sendos puentes de madera nos acercamos a la Cascada del Picón. También está señalizada y supone una desviación del sendero principal de unos 800 metros (ida y vuelta). Para alcanzarla hay que seguir poniendo atención y sortear varios regueros. Esta segunda cascada, de 60 metros de altura, es un rincón de especial belleza, con una magnífica poza acumulando el agua cristalina.
Retrocedemos hasta la senda principal y pasando junto a las ruinas del Molín da Bobia nos esperan unos dos kilómetros de subida hacia San Cristóbal, de donde habíamos partido. Ascendemos por el mismo bosque de robles, atravesando una y otra vez «regos» que surgen por todas partes.