Centenares de espectadores insuflan ánimos a los deportistas en una olimpiada en la que reina el sudor y la socarronería. Con un “preparau, listu… YA”, el incombustible speaker concede el visto bueno para una prueba individual: la de cargar con “el sábanu”. Hay que “atropar” la hierba con las praderas, prensarlo en una tela previamente extendida, anudar, apretar para que la “pación” no se caiga, y echar a correr con el peso “al costín”. Gestos de rabia atlética para dar una vuelta entera a la huertona, unos 150 metros.
Además de esta prueba, una de las más vistosas del torneo, se suceden también carreras colectivas de sacos y madreñes. No se abusa de las Nike, ni de las Adidas. En el equivalente olímpico del maratón, la subida al Cuetu Grande, una colina dura, con “caleyes” conquistadas por la vegetación y de gran pendiente, los concursantes se enfundan sus prácticas “chirucas”. Por delante un recorrido angosto de 6 kilómetros. Se da la salida y los participantes parten midiendo sus fuerzas ante la pequeña cumbre que se alza delante de sus ojos. Y mientras discurre el maratón montañoso, en el estadio olímpico se procede a pesar los cuerpos de aquéllos que van a integrar alguno de los equipos para el tiro de cuerda. La suma total no puede superar los 520 kilos. El pesaje es meticuloso y paciente. Entre tanto saltan a la cancha animadoras y animadores para hacer más amenas las pausas. No son majorets, no, son grupos folclóricos, de castañuela en mano y piruetas tradicionales. Los corredores de la larga distancia ya comienzan a descender del Cuetu y se prepara el escenario central para el campeonato de pulsu. Siempre gana el que demuestra más maña, bíceps tensos y muñecas de oro, y que, previamente, va ostentando el título de favorito en las mangas clasificatorias. Poco antes llegan los del maratón. José Manuel Martínez, de Ixena, ha entrado más de una vez destacado y ya ha hecho historia en la olimpiada. El “peón supersónico”, apodo que recibe de su condición laboral y su entrega desmedida, suele emplear un tiempo de récord. Todos los corredores llegan exhaustos, y “esbardiaos”, piernas y brazos. Un infierno en la jungla asturiana.
El tiro de cuerda ya se inicia. Los jueces dan el visto bueno al peso total de los equipos. Son precisas varias pruebas clasificatorias para llegar a la gran final. Las piernas hacen de freno y los brazos ejecutores tiran de la cuerda para vencer a otros brazos fornidos. El resultado de tanto tira y afloja es un profundo canal que queda inscrito en el campo como producto de un arado de pies.
Le toca el turno a la prueba de “cabruñu”, la más asturiana de todas, competición que sirve de remate extra a unas largas jornadas de siega. Un buen número de concursantes veteranos, martillo en mano, con gesto impasible y ojos perdidos en el filo de las guadañas, suelen emplear media hora, tiempo máximo previsto por la organización para realizar un acabado perfecto. La calidad del filo es el criterio básico para los jueces. El martillo se moja en el agua para pulimentar el metal con sutileza. Los golpes acompasados retumban con ritmo ancestral en el estadio olímpico.
El mundial continua con carreras de caballo para atrapar el minúsculo aro y la cinta. En las jornadas previas ya se había desarrollado parte del programa de los juegos: campeonato infantil de juegos tradicionales, torneo de bolos, desfile de carros del país engalanados y elección del «zagal» y la «zagala» de las fiestas. El broche de oro con una romería y verbena.
Ateltas y público viven así una cita memorable, para los anales olímpicos de la comarca. El listón está cada vez más alto.
Texto: © Ramón Molleda para asturias.com