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Boroña preñada

Boroña preñada

Pan de maíz, con alma de banquete

Actualizado el 24 abril 2025
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Boroña preñada
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En el viejo reino que resistió entre riscos, nieblas y mocedades eternas —ese que se llamó Asturias—, se comía boroña cuando aún no se conocía el gluten ni el miedo al colesterol. La boroña era el pan del pobre, aunque ahora, como suele pasar con los platos humildes, lo sirven en los restaurantes con precios de señorito y pretensiones de gourmet. Y no falta quien la deguste en copa ancha de vino blanco, aunque maride mejor con cunca de sidra y cuchara de palo.


¿Qué es la boroña? Pues algo más que un pan. Es un rito. Un pan de maíz —sí, del maíz que vino de América y que aquí arraigó como si siempre hubiera sido del lugar, como un indiano que vuelve con caudal—, amasado con agua y sal, horneado con calma y relleno, en sus días grandes, de embutidos: chorizo, tocino, panceta… y que tradicionalmente se horneaba toda la noche, bien envuelto con hojas de castañar y encima, hojas de berza… Se hacia «sin preñal-» para diario o «preñado» para el día de Pascua.

Lo importante es usar un relleno de calidad y cocinarla lentamente en el horno o sobre leña.

No hay que confundirla con su prima gallega, la bolla de millo, ni con ningún sucedáneo sin unto ni puchero. La boroña asturiana es más basta, más rotunda. No busca halagar, sino llenar. De su origen se sabe lo justo —como del de los buenos refranes—, pero es tradición consolidada que se horneaba ya en los siglos de la escasez, cuando el trigo era un lujo reservado a las misas y a los papeles de la notaría. El maíz, en cambio, se avenía con la pobreza y crecía bien en los prados que miran al Sueve o al Aramo.

La boroña, además, tiene la virtud de durar. Es más: hay quien dice que está mejor recalentada, con la grasa ya asentada, como si el tiempo la mejorase, cosa que no puede decirse de muchos amores ni de la mayoría de los políticos. Se come en fiestas, especialmente por Pascua —el Domingo de Resurrección al terminar la Cuaresma—, cuando los pueblos se animan y las casas huelen a lumbre de verdad. No hay celebración campesina sin boroña, y no hay boroña sin su punto de altar: se la coloca en el centro de la mesa como se ponía antes al abuelo —con respeto y cierta veneración callada—.

Hoy algunos restaurantes la sirven con glamour postizo, pero la auténtica boroña es la que se come en casa de una tía de Bimenes, o en el prao después de una romería con gaita. No lleva sofisticación, pero lleva alma. Y como decía mi tío Severino, que comía boroña hasta en Cuaresma: «esto ye lo que nos mantuvo cuando no había de na, y lo que nos alegra cuando lo hay too».


Texto: © Ramón Molleda para asturias.com Copyright Ramon Molleda




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