Su nombre oficial —Tránsito de las Ballenas— suena a liturgia marina, y no le falta razón histórica: aquí se descuartizaban ballenas cuando las había, allá por el siglo XVIII, como quien trincha un mito al pie del muelle. Pero los gijoneses decidieron rebautizarla con un apelativo más sonoro y afectuoso: la Cuesta del Cholo.
¿Por qué se llama Cuesta del Cholo?
El origen del apelativo, como tantos en Asturias, está perdido entre la niebla del humor popular y la niebla del Cantábrico. Hay quien dice que “cholo” es vocablo peruano que significa mestizo; hay quien lo discute, y los hay —sabios de chigre— que prefieren no saberlo, porque el misterio añade sabor a la sidra. Su origen es incierto y no podemos asegurar ninguna de las versiones que circulan por la red, así lo tenemos que dejar.
Allí, en esa breve y legendaria pendiente, el suelo de piedra no sólo resiste los tacones y las bicicletas, sino que sostiene una de las instituciones más vitales del urbanismo astur: la socialización al aire libre con sidra escanciada. En cuanto el sol asoma por encima del espigón, los lugareños se reparten el espacio como se reparte el tiempo en verano: sin prisas y con vasos. La botella gira de mano en mano con la liturgia de quien celebra algo más que una bebida: celebra la permanencia de lo propio.
La Cuesta del Cholo no se visita, se frecuenta. Es lugar de paso que invita a detenerse, un balcón sin barandilla sobre el puerto, con olor a sal, algarabía de gaviotas y ecos de conversaciones infinitas. Aquí se puede uno encontrar al paisano que desbarra sobre fútbol, al turista despistado que pregunta qué es un «culín», y al poeta urbano que se bebe el atardecer como si fuera un verso fresco. Los bares —que algunos llaman templos— se desbordan hacia la calle, sin más arquitectura que una mesa y unas sillas, porque el resto lo pone el entorno: los barcos, la brisa, y ese cielo de Gijón que, cuando quiere, se porta como una postal.

Y no sería justo hablar de esta cuesta sin recordar su función en el viejo Gijón marinero, cuando los pescadores descargaban la mercancía a escasos metros, en la Rula, y la subasta del pescado era un acontecimiento tan crucial como la misa mayor. El barrio de Cimadevilla, que le da sombra por un costado, ha sido siempre el corazón bronco y noble de la ciudad, y la Cuesta del Cholo su rampa de acceso al presente.
Hoy, que todo se nombra con etiquetas de marketing —que si street food, que si slow tourism—, la Cuesta del Cholo sobrevive como una resistencia natural a lo artificial. No hace falta disfrazarla de experiencia: basta con sentarse, pedir una botella de sidra y dejar que el tiempo pase por uno.
Texto: © Ramón Molleda para asturias.com









