Hay edificios que parecen haber sido construidos no para durar, sino para quedarse, como esos invitados de sobremesa que ya no saben si ofrecer otra copa o contar otra historia. El histórico edificio de la Universidad de Oviedo es uno de ellos: ha resistido incendios, guerras, reformas y modas, y ahí sigue, en el corazón de la ciudad, impasible y un tanto altivo, como corresponde a quien fue casa de saber cuando la mayoría de España todavía creía que estudiar era cosa de frailes o de locos.
La Universidad fue fundada nada menos que en 1608, por voluntad testamentaria de don Fernando Valdés Salas, natural de Salas y nada menos que inquisidor general de Castilla, arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de Castilla. Lo que se dice un hombre hecho a sí mismo… y a los demás. Valdés, que entendía el poder del conocimiento (aunque con ciertas reservas sobre cuál debía ser ese conocimiento), quiso dotar a su tierra natal de un centro de estudios superiores, y para ello dejó dispuesto en su testamento que se fundara una universidad, con fondos obtenidos, entre otras fuentes, de rentas provenientes de la explotación del monopolio del aguardiente (porque en esta vida todo se acaba pagando con impuestos o con resacas).
El edificio fue diseñado por Rodrigo Gil de Hontañón y finalizado por Juan del Rivero Rada, y su estilo no es otro que el de la sobria elegancia herreriana: esa arquitectura que habla en voz baja, sin adornos innecesarios, como si temiera interrumpir a un catedrático en plena disertación. El patio central, de planta cuadrada, se articula en torno a un bello claustro de dos pisos, sostenido por columnas dóricas y jónicas que parecen observar con severidad a los estudiantes. En uno de sus lados, sobre el pórtico, se encuentra la inscripción fundacional, y encima de ella, el escudo de la Universidad, con sus tres lises y la tiara papal, que recuerda más a Roma que a Oviedo, aunque todo se andará.
La plaza Porlier, que da acceso al edificio, fue en tiempos más un patio de maniobras que un salón urbano: lugar de encuentros, de paseos semiclausurados, de tertulias en los soportales. Hoy es punto de paso de turistas que se detienen a fotografiar al viajero de Úrculo, pero para el ovetense veterano, la Universidad sigue siendo la que marca el compás: el reloj de su torre ha dado más clases que muchos profesores.

El edificio sufrió graves daños durante la Revolución de Octubre de 1934, cuando fue incendiado —cosa que, en España, parece la manera más definitiva de polemizar con una institución—. El fuego destruyó la biblioteca histórica y parte del archivo, lo que no deja de ser una tragedia intelectual, pero también una metáfora: el conocimiento, como la fe, se prueba en las llamas. Afortunadamente, fue restaurado con mimo en las décadas siguientes, manteniendo su sobria dignidad.
A lo largo de los siglos, por sus aulas pasaron hombres y mujeres de letras, ciencias y leyendas: desde Gaspar Melchor de Jovellanos, eterno ilustrado de la villa y corte gijonesa -en 1757, con trece años, se traslada a Oviedo a estudiar Filosofía-, hasta Clarín, el de La Regenta, que hizo de Vetusta una sátira más duradera que muchas reformas educativas. Y también pasaron miles de estudiantes anónimos, con sus sueños, sus agobios y sus clases de ocho de la mañana, esos verdaderos mártires de la sabiduría.

Hoy el edificio es sede del Rectorado o la Secretaría General y de actos solemnes, pero conserva ese aire de templo laico en el que la palabra —la pensada, la leída, la dicha— sigue siendo sagrada. Su claustro guarda ecos de debates que no salieron en los periódicos, de pasos apresurados antes de un examen, de declaraciones de amor al pie de una columna. Es un lugar que, sin decir nada, lo dice todo.
Texto: © Ramón Molleda para asturias.com
